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La naturaleza de Barcelonerías es doble. Por un lado, el libro tiene algo de informe forense: indaga las causas de la muerte de una ciudad, Barcelona, que otrora fue pujante, libre, próspera y que hoy, en cambio, es insegura, decadente, turística en el peor sentido del término. Por el otro, está emparentado con la mejor literatura realista. No sólo examina los motivos de la defunción; también se detiene a describir escrupulosamente el cadáver: a retratar su hedor a alimento caducado y su tono blanquecino, a certificar su inminente exposición a los gusanos.
En cualquier caso, no cabe incluir a su autor entre los pesimistas que ensombrecen el mundo con sus jeremiadas. Llora la agonía de Barcelona, cómo no hacerlo, pero a la vez reconoce ―¡y aprovecha!― las posibilidades que la urbe todavía ofrece para el gozo: una subversiva sobremesa con amigos, un paseo por el puerto, una tarde en el club. Carlos García-Mateo toca la lira mientras su ciudad arde. ¿Qué otra cosa puede hacerse cuando la decadencia es tan rotunda, tan manifiestamente irreversible?