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En algún momento de su temprana juventud, José María Contreras tomó la decisión de vivir pasivamente, sin implicarse, a medio camino entre el maestro budista y el filósofo estoico. Contemplar y cavilar, en eso debía consistir su existencia. Él mismo confiesa que era feliz así y que las cosas se torcieron cuando se enamoró de Matilde ―su actual mujer, «guapa de una manera improbable»― y ésta, años después, empezó a engendrar niños: uno, dos, tres, cuatro.
Aun entendiendo los lamentos del autor, el lector tenderá a ver el vaso medio lleno y a pensar que las cosas, más que torcerse, se enderezaron. Es cierto que Contreras Espuny ha tenido que renunciar a su ideal de vida, es cierto que ya no podrá cumplir su sueño de presenciar sin intervenir, de estar sin hacer, pero también lo es que su familia ha propiciado la existencia de este libro y que eso, en sí mismo, merece una celebración y no un lamento.
En Niños apocalípticos, Contreras Espuny nos cuenta las vicisitudes de un padre, él, al que nunca le ha entusiasmado la idea de serlo y de unos niños, los suyos, a los que les ha tocado nacer en un pueblo de la campiña sevillana en el que no hay ni «Burger King ni cine» ―pero sí Mercadona― y en una época confusa que tiene, a su modo, rasgos de apocalipsis.